– Por Creer en ti… y en mí
«Este era un día muy importante para Marcelino. Su equipo escolar jugaba la final del campeonato a las tres en punto de la tarde y cada jugador llegaba muy motivado y emocionado porque todos tendrían entre los espectadores a sus familiares.
Cuando Marcelino recordó que su padre llevaba apenas tres semanas en su nuevo empleo y que ahora debía trabajar un poco más que antes, su semblante perdió un poco de la emoción y de la alegría porque difícilmente su padre podría asistir al juego; lo mismo sucedería con su madre que hace mucho tiempo ya los había acostumbrado a él y al marido, a sus largas jornadas de trabajo en el hospital y a las poquísimas oportunidades que podía compartir eventos en horario laborales.
Marcelino almorzó ligero pues no era recomendable nada muy pesado antes del partido. Lavó la vajilla y se alistó para salir. Caminó cinco cuadras antes de llegar a la parada del autobús y como su pase mensual estaba expirado, buscó en su billetera y de ella extrajo un billete de veinte euros pues no tenía menudo. Se subió al bus, pagó el billete y luego fue solamente ver el paisaje que una ventana, junto al sitio que escogió, le regalaba sin pedir nada a cambio.
Al llegar al estadio, Marcelino buscó el vestidor de su equipo y allí encontró a casi todos. Los chiquillos estaban emocionados, riendo y dispuestos a salir a ganar el partido final del campeonato. Marcelino continuaba como desganado pensando en que ver a su padre esa tarde en el estadio le hubiera dado un ánimo especial. Ellos fueron siempre muy unidos y estaban presentes en toda celebración y festejo como un par de buenos amigos, pero esa tarde no.
Marcelino buscó en la mochila el uniforme y se encontró el par de medias azules y el par de medias blancas. Esa tarde el uniforme incluía las medias blancas. Guardó el par azul y desembolsó su camiseta que no sólo brillaba de limpia sino que además tenía un perfume a limón que a él le gustaba mucho.
Todos los jugadores salieron al campo de juego con el corazón a mil. Mientras calentaban los músculos, las miradas de los chicos se fugaban a las graderías buscando a sus familiares y más de uno a la noviecilla de turno. Marcelino aún tenía la esperanza de encontrar a su padre en las graderías llamándolo, ondeando la bandera del equipo, silbando o apenas sentado con los ojos puestos en su hijo, pero nada.
Marcelino hizo trizas ese pensamiento recurrente y se dispuso a jugar. Olvidar todo lo que no fuera el campo, el balón y la portería rival porque ese era su juego, era su pasión, era los que más disfrutaba y así los noventa minutos comenzaron a quemarse uno detrás de otro hasta que con el último giro del reloj, el balón llegó a los pies de Marcelino quien le dio un puntapié durísimo y medido para que el portero rival no lograra detenerlo. Fue gol y fue campeonato y fue locura por la siguiente hora en el campo y en el vestuario.
Con los ánimos calmados, Marcelino guardó su uniforme en la mochila y de ella sacó una bebida refrescante. Más tarde y antes de subir al bus de regreso a casa, completó su merienda con un banano dulce y amarillo y un emparedado de jamón y queso que delicadamente envuelto en una servilleta de lino le llamó la atención porque su madre empacaba todo en papel aluminio. En el móvil un mensaje: “Espero hayas ganado y marcado un gol. Tu mamá que te quiere mucho”.
El bus paró cinco cuadras antes de la casa de Marcelino. Los pies le dolían un poco, por eso la caminata se le hizo algo pesada. La recompensa estaba en el hogar: un baño caliente, jugo de uva, tele, música a todo volumen y el sofá de la sala sólo para él.
Entró a la casa. Las luces apagadas. Silencio reinante y un ligero olor a pizza.
Marcelino sin encender la luz, entró a la sala y casi pega un brinco cuando su padre salió de la sombra cantando: “Campeones, campeones, olé, olé, olé”.
El chico estaba extrañado. Su padre no estuvo en el estadio y él no le respondió a la madre avisando de su victoria.
Marcelino agradeció el gesto de su papá pero aún había algo de tristeza en su ánimo porque un grito alocado del padre no era suficiente para justificar su ausencia en el día más importante de su corta vida. Fue entonces que el padre habló:
-Marcelino, tú sabes que eres el hijo que siempre quise. Desde tu nacimiento me has hecho siempre muy feliz y hoy con este campeonato has confirmado que tengo un hijo lleno de muchas virtudes. Hoy sin embargo, no he podido estar a tu lado. La situación económica me ha obligado a tener que trabajar horas extras a diario para poder traer dinero extra a la casa y no puedo darme el lujo de pedir permiso que sería descontado de mi paga. A pesar de eso, he querido acompañarte de muchas maneras y espero que lo hayas notado. Al salir de casa muy temprano en la mañana pensé que podrías necesitar dinero extra y puse en tu billetera veinte euros para imprevistos. Anoche antes de acostarme lavé tu camiseta y la planché pero como no sabía si jugaban con las medias blancas o con las azules, puse los dos pares en tu mochila. No sé dónde pone tu madre el papel aluminio así que el emparedado de jamón y queso que te hice lo envolví en la servilleta de lino que usamos en la cena de Navidad y el banano, el banano no necesitaba envoltorio. Me di cuenta muy tarde que ya no teníamos tu jugo favorito de uvas, por eso te puse uno mío de naranjas que creo también te gusta. Yo sabía que todo eso era sólo un poco del mucho amor que podría expresar de otras tantas formas pero todo estaba a la mano y quise colaborar. Ah y quiero decirte que el gol que hiciste fue una obra de arte. Le pedí al papá de Manolo que por nada del mundo dejara de filmar el partido y que me mantuviera al tanto por el móvil. Te vi en muchas escenas: al principio parecías triste, luego como un león y con el gol sólo una explosión de júbilo. Te quiero mucho hijo mío y perdona que hable tanto, ya sabes que soy un parlanchín. Para la cena hay pizza. ¿Me querías decir algo?
Marcelino solamente lo miró a los ojos, le sonrió y le dio el abrazo más fuerte que nunca antes le había dado en su corta pero feliz vida.»
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