– Por Creer en ti… y en mí
La Navidad estaba por llegar y Alfredo se sentía cansado de celebrarla una vez más. Este hombre entrado en los cincuenta, divorciado, con dos hijos ya adultos residentes en otros países y con un perro faldero con quien hablaba de todo y de nada, no tenía ganas de seguir esa rutina anual: la guirnalda en la puerta de ingreso a su apartamento, las luces de colores en la ventana, las esencias florales y frutales con canela en el aire y los regalos obligatorios.
Alfredo dejó hace mucho tiempo de comprar perfumes, camisas, adornos, libros, corbatas y un largo etcétera de regalos. Decidió, hace como veinte años atrás, que era más práctico enviar cheques. Cada Navidad y para seguir su propia tradición, se sentaba delante de un fino escritorio y con una pluma dorada que le costó mucho dinero, firmaba los… regalos. Esa tradición se mantuvo muy a pesar de las transacciones en línea y de los presentes virtuales o las mismas compras en internet con entrega en el lugar de residencia del agasajado. Alfredo pensaba que al menos debía mantener alguna tradición y esa era la de firmar sus cheques con su pluma de oro.
Sin embargo, esta Navidad no encontraba gusto alguno en nada. Su vida solitaria y su rutina diaria lo llevaron a un estado en el cual la motivación era una pieza de museo que bien cabía en su vitrina de recuerdos junto con tazas chinas de porcelana, cubiertos de plata, esculturas de distintos países y dos juguetes antiguos que decomisó a sus hijos cuando era pequeños, sabiendo del valor de colección que tenían.
Los vecinos más cercanos, los de su mismo piso, tampoco eran verdaderos fanáticos de la Navidad. A la izquierda vivía una señora de ochenta años que hablaba poco, por no decir nada, a quien sus hijas venían a buscarla todos los años a las seis de la tarde en punto para llevarla a cenar y pasar la Noche Buena, una año en la casa de una y otro en la casa de la otra. A la mañana siguiente y luego del mediodía, la señora volvía con muchos regalos que ya no abría y que en febrero o marzo los donaba a una obra de caridad a dos calles del edificio; sus hijas nunca se enteraron del destino de sus regalos.
Al lado derecho del piso de Alfredo vivía una pareja de polacos. Ambos, hombre y mujer, eran alcohólicos. Lo mejor de la Navidad para ellos era volver a casa con los regalos de sus oficinas entre los cuales siempre había vino, ginebra, sidra y otras bebidas. Se pasaban la noche del 24 y todo el 25 bebiendo… sus regalos y eran muy notorias sus discusiones, peleas y reconciliaciones, todo en menos de veinticuatro horas de embriaguez.
Ante ese panorama tan desalentador y común a muchos, Alfredo decidió no acomodar las luces navideñas, ni guirnalda y tampoco firmar cheques, lo haría después. Aún sabiendo que al día siguiente podía dormir más, pensó que acostarse temprano era su mejor alternativa.
Justo después de cepillarse los dientes, fuertes golpes a la puerta alarmaron sus adormiladas ganas de no pensar ni hacer nada más por ese día.
Al abrir la puerta, encontró a un hombre y a una mujer acompañados de su hijo. Hace apenas una semana, los había visto en el portal del edificio pero pensó que eran visitantes en el lugar y no les dio mayor atención a pesar de las sonrisas que los tres le dispensaron sin recibir nada en retorno.
-Buenas noches señor Domínguez. Disculpe por molestarlo. Somos sus nuevos vecinos del segundo piso. ¡Algo grave acaba de ocurrir!– dijo el hombre cubierto con un oscuro abrigo.
-Buenas noches- respondió Alfredo aún desconcertado.
-Vea señor Domínguez, la madre de mi esposa, aquí presente, acaba de sufrir un accidente en el pueblo. Presumiendo ante los amigos, reunidos en vísperas de la Navidad, que ella tiene unos dientes de acero, amarillos pero de acero, quiso abrir una nuez con la boca. Como la nuez se resistía y la boca se llenaba de saliva, la nuez prefirió acomodarse en otro lugar alejado de la boca y se resbaló por la garganta. Imagine usted una nuez casi tan grande como un albaricoque, es imposible que de la garganta pase. Dicen que la mujer se puso azul como el vestido que llevaba y si no era porque entre los amigos estaba Jaimito el carnicero que atinó a darle un manotazo en la espalda, la mujer se nos va y en lugar de blanca Navidad nos deja una Navidad en negro.
-Es una pena oír ese relato conmovedor y me alegro que la señora se haya recuperado, pero ¿a qué viene esa historia?- preguntó Alfredo.
-¿Recuperado? ¡Qué va hombre! La señora se asustó tanto que le vino una descompensación, se le bajó la presión, se desmayó y como todos estaban atentos a la nuez que salía volando por los aires luego del manotazo de Jaimito en la espalda de la madre de mi esposa, aquí presente, nadie se fijó en la señora que caía de frente para golpearse en una mesa que tenía los bocadillos, la champaña y las condenadas nueces. Ahora la señora está en el hospital y ha pedido que su hija la vaya a cuidar al hospital pues no tiene a nadie más– contó el vecino.
-¡Vaya mala suerte! Ustedes disculpen pero sigo yo aquí pensando, ¿qué tiene todo esto que ver conmigo?- demandaba Alfredo.
-Ya le cuento señor Domínguez. No queremos abusar de usted pero ahora mismo partimos al pueblo, mejor dicho al hospital y si bien pensamos regresar mañana en la tarde, creemos que esto es demasiado para nuestro hijo Jorgito y visto que la vecina de al lado ya salió con sus dos hijas y los del otro lado se nota que se están dando con la cabeza en la pared, creemos que usted es un buen hombre, serio y confiable que puede acomodar a Jorgito en el sofá y darle el desayuno mañana. Vea, aquí traemos su cereal con chocolate, medio litro de leche descremada y un plátano que aunque muy madurito resiste hasta mañana temprano. Tenemos pijama, cepillo de dientes, hasta traemos un juego de sábanas limpias con los muñequitos de la tele y un móvil para que juegue, eso sí, no deje que haga llamadas a Rusia, Canadá o Panamá, que luego la factura nos viene muy alta por llamadas al extranjero.
Alfredo no podía creer lo que estaba escuchando. Dos perfectos desconocidos le pedían hacerse cargo de su hijo y sin conocer nada sobre él, se atrevían a tan osado proyecto con tal de consolar a una comedora compulsiva de nueces.
-Disculpen señores, yo quisiera colaborar pero yo vivo solo. Tengo un perro que no tiene aprecio por las visitas y hace mucho perdí las habilidades para atender a menores; mis hijos ya están grandes y sinceramente no me apetece tener invitados en casa- les dijo el asombrado Alfredo.
-Señor Domínguez, antes de venir aquí nosotros ya preguntamos a los vecinos sobre usted y todos nos dan buenas referencias. La señora del portal, los hermanos del primer piso, la familia del segundo y hasta sus vecinos polacos dicen que usted es una buena persona, muy tranquilo, muy decente y aunque a veces deja sus huellas con barro en la entrada en el invierno no lo consideran mala persona. Le tenemos fe. Ah y además Jorgito se lleva bien con los perros, gatos y loros, con los ratones y las serpientes no tanto- explicó el vecino.
-No creo que este sea un asunto de fe. ¿No han hecho la prueba con alguien más?- quiso saber Alfredo.
-Señor Domínguez, es casi Navidad, ¡nadie está disponible!- dijo en tono lastimero el recién llegado.
Alfredo resignado, aceptó el encargo no sin antes pedir los números de teléfono del padre, de la madre, del hospital, de la madre de la esposa y de algún amigo en el pueblo que pudiera dar referencias de ellos en caso de que algo surgiera durante la permanencia de Jorgito con él.
Besos, abrazos y un hasta luego sucedieron antes de que Jorgito se fuera a sentar en el sofá de la sala.
Manchas se sentó delante del niño moviendo la cola. Ambos se miraron como comunicándose solamente con los ojos. Jorgito tenía los ojos alegres de un tono color miel, el cabello rubio desordenado, era delgadito y con un aire muy vivaz, por eso no tardó en preguntar a Alfredo:
-¿El árbol?
-Guardado.
-¿Las luces?
-Guardadas.
-… pero es casi Navidad.
-Cierto, pero aquí la Navidad es distinta.
-¿Distinta?
-Digamos que, la Navidad entra por la puerta, da una vuelta por el salón y luego sale y no vuelve más hasta el siguiente año.
-¿Por qué no se queda?
-Hum… porque no hay niños.
-Yo soy un niño.
-Hum… quiero decir niños míos.
-Yo soy su vecino.
-Hum… cierto pero…- no supo qué más responder Alfredo.
-Le traje algo.
-¿Para mí?
-Mis padres me enseñaron que no puedo llegar a la casa de alguien sin un presente.
-Esta visita no estaba planeada, no te preocupes por los presentes.
-Igual. Antes de salir a la carrera de nuestro apartamento pude coger esta manzana y una galleta de chocolate que yo ayudé a decorar con campanitas de colores. Son para usted.
Alfredo no supo qué decir. Tomó la manzana y la galleta y se fue a dejarlas en la cocina librándose de su embarazo al no poder responder de una manera amable al niño.
-¿Ya nos vamos a dormir?- preguntó Jorgito.
-Yo creo que es conveniente. Hoy tuve que trabajar y ya tengo sueño.
-¿Ya recibió regalos?
-Yo no recibo regalos.
-¿Por qué? ¿Se ha portado mal?
-Hum…sí, creo que me he portado mal.
-Yo me he portado bien.
-Pues entonces, seguramente tus padres te darán algo mañana.
-Seguramente que sí, pero no será esta noche.
-No te preocupes niño que si no es mañana, serán los Reyes quienes te traigan algo.
-Seguramente dulces y chocolatinas. Me dio hambre. ¿Tiene nueces?
-¡¿Quieres nueces?! Sabiendo lo que puede pasar comiendo nueces como tu abuela, ¿quieres nueces?
-Si no tiene nueces, puede ser alguna otra cosa.
Alfredo fue a buscar algo a la cocina. Ravioli fríos, pan negro, queso picante, yogurt sin sabor y salsa para pizza. Entonces, sin algo que un niño pueda fácilmente aceptar, Alfredo preguntó a Jorgito:
-¿Quieres la manzana que me regalaste?
-Esa es suya. Se la entregué para que tenga algo rico en la mañana de Navidad.
-… pero es que no tengo nada más. ¿… y si te doy la galleta?
-Esa será su postre del día de Navidad.
El niño lo tenía todo planeado y Alfredo sentía que esa noche no tenía argumentos para nada; sin embargo, se atrevió a hacer una propuesta:
-¿Qué te parece si compartimos mis presentes? Adelantamos la comida de mañana y adelantamos el postre y ambos disfrutamos. ¿Te parece?
-Me parece bien.
Alfredo cuidadosamente partió la manzana en casi dos mitades perfectas y también hizo lo mismo con la galleta de chocolate. En dos platos acercó su comida navideña al niño y ambos compartieron una comida improvisada.
Mientras comían, Alfredo recordó que en su cumpleaños le regalaron un turrón que estaba casi olvidado en el fondo de un armario.
-Hey, acabo de recordar. En el armario tengo un turrón. ¿Te gusta el turrón?
-El blandito, el que es amarillo, ese es mi favorito. ¿Tienes ese?
-Es exactamente el que tengo- respondió Alfredo y se fue corriendo, emocionado como un niño, en busca de la golosina.
Ambos comieron turrón mientras Manchas se recostaba a dormir.
-¿Tienes hijos?
-Tengo dos hijos grandes. No viven conmigo y a esta hora deben estar en plena cena de Navidad cada uno con su familia.
-¿Tú no celebras?
-La verdad siento que ya celebré muchas Navidades y no se me ocurren ideas para que este año sea diferente al año pasado, al antepasado, etc.
-La Navidad no tiene que ser diferente. La Navidad es la navidad y ya.
-Cierto, pero a veces te cansas de hacer las mismas cosas todo el tiempo.
-A mí me gusta jugar baloncesto y videos y no me canso si lo hago hoy y mañana.
-Entiendo, pero la vida no es un juego.
-Yo también entiendo pero no se trata de lo que está fuera de ti como las luces, las guirnaldas y los regalos, se trata de lo que sientes dentro.
Alfredo sintió que estaba conversando con un anciano, se sintió cómodo y se atrevió a hacer una pregunta.
-¿Me puedes explicar lo que acabas de comentar?
-Mira Alfredo, en la vida pasan muchas cosas, de las buenas, de las malas y de las aburridas. Eso es lo que pasa fuera pero lo que pasa dentro de ti es lo que cuenta. Por ejemplo, a veces tengo que ir a jugar baloncesto al parque y llueve. Entonces no me desespero, pienso que mañana habrá sol y listo, cojo mis videos y me la paso muy bien.
Alfredo parpadeó sin creer que estaba con un niño de ocho años de edad que le explicaba cómo funcionan las cosas.
-Dime Jorgito, ¿qué pasa cuando las cosas no te salen bien y no encuentras soluciones?
-A mí me pasa. La pelota se desinfla, mis ojos ya no quieren ver el móvil, mi mamá está enojada por algo, mi papá no me lleva al parque y parece que nada funciona. Entonces, busco en mis recuerdos las cosas buenas que me pasaron y me vuelven las ganas de vivir, de recomenzar, de buscar soluciones, de cambiar las cosas que pueden cambiarse. ¿Tú no lo haces?
-Sí, sí por supuesto, todo el tiempo- Alfredo mintió y se puso a recordar ayudado por la tranquilidad de la noche, el sabor del turrón, las fotos de su familia en la sala, los juguetes en la vitrina. En ese momento también volvió a escuchar en su mente las palabras del nuevo vecino: “La señora del portal, los hermanos del primer piso, la familia del segundo y hasta sus vecinos polacos dicen que usted es una buena persona, muy tranquilo, muy decente y aunque a veces deja sus huellas con barro en la entrada en el invierno no lo consideran mala persona. Le tenemos fe”.
-¿Puedo acostarme a dormir?- preguntó Jorgito con ojos que luchaban por mirar de frente a Alfredo.
-¡Por supuesto! Déjame poner las sábanas y te traigo un cobertor.
En menos de cinco minutos el sofá se volvió una cama tibia y cómoda para el pequeño cuerpo de Jorgito.
Alfredo miró al niño que dormía y pensó en la Navidad: un niño durmiendo abrigado en la fría noche de invierno.
A la mañana siguiente Jorgito despertó pensando que estaba en otro lugar. La sala estaba decorada con luces de colores, guirnaldas, un arbolito con decoraciones doradas y sobre la mesa de la sala unos pedacitos de turrón, leche con cereal de chocolate y un plátano marchito que todavía estaba bueno para comer.
Alfredo de pie, saludó al niño con un:
-¡Feliz Navidad!
En las manos Alfredo tenía dos regalos envueltos en papel de cocina que sin demorar pasaron a las manos de Jorgito quien los abrió y se puso feliz al ver dos coches de metal con los que ambos jugaron toda la mañana. Al mediodía los ravioli estaban calientes y humeantes además de tener un muy buen sabor. La tarde tuvo mucha tele con canciones y juegos y a las seis, más o menos, los padres de Jorgito estaban junto a ellos, agradecidos.
Alfredo se despidió de ellos diciéndoles:
-Vuelvan cuando quieran.
-Muchas gracias señor Domínguez, es usted mejor persona de lo que imaginábamos porque mi esposa, aquí presente, tenía dudas de dejar a Jorgito con usted, entonces lanzamos una moneda al aire: era usted o mi hermana que vive a sólo dos calles de aquí.
-¿Tiene una hermana aquí cerca?- pregunto Alfredo sorprendidísimo.
-Sí. Es una mujer joven, muy de hogar, sin hijos y con una casa con mucho espacio y sin planes para estas fiestas.
-Teniendo una hermana con esas cualidades y esas posibilidades ¿ustedes me escogieron a mí?- dijo Alfredo visiblemente molesto.
-No fuimos nosotros. Fue la moneda pero nos alegramos que haya sido usted.
Alfredo no supo nuevamente qué decir, como ya se hacía costumbre desde la noche anterior. Su malestar fue disminuyendo en intensidad ante las miradas arrepentidas de los vecinos que se daban cuenta del disgusto del señor Domínguez.
-Está bien. Les confirmo que serán bienvenidos en esta casa pero por favor, tengan siempre un plan B en caso de emergencias familiares.
-Gracias de nuevo señor Domínguez. Ah, le trajimos este turrón de regalo, espero que le guste es de los blanditos.
Jorgito guiño el ojo a Alfredo y ambos compartieron una sonrisa cómplice.
-Jorgito: ¡Feliz Navidad! Nuevamente.
-Alfredo: ¡Feliz Navidad! Y a Manchas también. No olvides que lo que vives por dentro es lo que le cambia el color a todo lo que afuera puede estar. Gracias por la hospitalidad y si quieres un día vuelvo con los coches a jugar un rato.
Así, después de un día muy poco usual, Alfredo se puso delante del escritorio, sacó la pluma fina y firmó un cheque pero no rotuló las direcciones de sus seres queridos, mandó a que les entregaran por vía expedita turrones y flores gracias a una tienda en internet que hacía entregas en pleno día de Navidad.
Esta fue una Navidad diferente, porque además en la vitrina de Alfredo faltaban dos coches de metal antiguos valorados en varios miles de euros que hoy estaban haciendo feliz a un niño de ocho años que se había convertido en el nuevo amigo de Alfredo.–
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