– Por Creer en ti… y en mí
Ernesto se quejaba por todo. Lo hacía desde que abría los ojos. Si entraba el sol por la ventana, comentaba a su hijo, que dormía cerca de él en una vieja cama, cuánto fastidio le producían aquellos rayos. Si despertaba y encontraba todo nublado, maldecía porque la habitación estaba oscura.
—Así como vamos a empezar el día. No dan ganas de otra cosa que seguir dormido.
Tenía los ojos pequeños, el cabello hirsuto y le gustaba mantener la barba rala. Disfrutaba de pasar su mano abierta sobre su mejilla. Sin embargo, a veces se quejaba:
—Esta barba, esta barba es un desastre, voy a cortarla toda, mira como me ha lastimado, me ha punzado con estos vellos.
Ernesto no trabajaba, recibía la ayuda que le brindaba una hermana que era profesora. Ella lo hacía a regañadientes, porque apenas podía aguantarlo. Cada vez que llegaba con un mercado, su hermano mencionaba lo poco o lo mucho que era: “Has traído comida para un batallón y aquí solo comemos dos, ya tendré que tirar la mitad de esa comida” “¿Qué crees, que vivo del aire? Si vas a regalarnos alimentos, trae suficiente”.
Maribel, su exesposa, lo dejó por la misma razón. Pedro, su hijo, se quedó motivado por un sentimiento de lástima. No puede decir que no sintió el impulso de abandonar a su padre. Una noche, antes de que su madre se marchara, preparó su maleta y prometió a ella que la seguiría. Fueron las palabras de su padre, quienes lo convencieron de quedarse: “Váyanse, váyanse, igual yo siempre he estado solo”.
“¿Cómo que siempre?”, pensó regresando a su cuarto y dejando la maleta sobre la cama; Ernesto no pareció sorprendido. Se limitó a decir:
—Te quedas para molestarme.
Pedro no hizo caso a aquellas palabras. Rentó su cuarto, aunque Ernesto no estaba de acuerdo, y acomodó su cama en la habitación de su padre.
Cuando su padre se quejó por el viejo barbado que vivía en la habitación del fondo, zanjó todo con pocas palabras:
—Si no quieres que rente, sal a trabajar.
Los mercados de la hermana de Ernesto y el pago del alquiler daban lo necesario para vivir. No podían darse lujos, pero tampoco los ansiaban. Ernesto seguía quejándose. No gustaba de los pisos del cielo azul, pero tampoco el gris. No le gustaba escuchar ruido, pero detestaba el silencio.
Pedro salía a jugar fútbol para evitar escucharlo; se quedaba en la calle todo el día y, si se daba la oportunidad, dormía fuera. Luego de un año, se cansó y se lo dijo a su padre.
—Vete si es lo que quieres—le respondió.
Pedro se marchó; solo quedó el viejo que rentaba el último cuarto. Era un hombre alto, de cabello blanco y con una barba que tapaba parte de su cuello. Intercambiaba palabras con Ernesto a fin de mes cuando pagaba el alquiler y estaba acostumbrado a oírlo quejarse. Sin embargo, al igual que todos, terminó por aburrirse y decidió dejar la habitación. Ernesto no tuvo problema. Ya no tenía a nadie quien le escuchara quejarse y con los días la sensación de soledad fue más fuerte.
Su hermana dejó de ir y mandaba la comida con un mensajero. Pronto descubrió que extrañaba a todos, incluido al inquilino, y se paraba a quejarse frente a un espejo, hasta que se cansaba de escucharse.
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