– Por Creer en ti… y en mí
«Apurado iba a su oficina cuando, por una ventana entreabierta, los dulces sonidos de un violín restaron velocidad a sus pasos.
Se detuvo y con cierto disimulo se acercó a la ventana.
Siempre el violín ejerció una magia poderosa sobre las fibras más íntimas de su ser. Su madre le contó que siendo apenas un bebé sus llantos por hambre, por sueño, su primera fiebre o su primer dolor de dientes, cesaban al escuchar las notas de un violín.
La economía familiar nunca le permitió primero comprar un violín y segundo, recibir clases. A pesar de eso, los domingos en la noche, era fiel a un programa de radio dedicado a la música clásica y cuando sonaba una orquesta, él tenía los oídos entrenados y dedicados para escuchar los violines, aun cuando ellos estuvieran acompañando a otro instrumento o cuando todas las cuerdas sonaban juntas.
Con su primer salario de ayudante de albañil compró un disco de vinilo, de los negros, de los pesados, de los que se cubrían con el mismo papel que usaban los carniceros o los libreros. Lo irónico y triste a la vez, era no tener un tocadiscos. Con el tiempo, un tío suyo compró uno porque con su ascenso laboral se permitía algunos lujos y el sobrino, con cierta vergüenza, le pedía usarlo para sonar una y cien veces su disco con un cuarteto de violines de Hungría de músicos desconocidos.
A los dieciocho comenzó a trabajar porque la economía familiar no mejoró a pesar de que su padre hacía dobles turnos a menudo y la madre vendía pan o galletas o pasteles con lo que sobrara, y no era mucho, de los salarios del marido.
Alguna noche de copas al concluir la faena del día, cuando su límite alcohólico había quedado entre las botellas de cerveza, con lágrimas en los ojos, le contaba a sus amigos que lo único que él quiso de la vida fue estudiar violín, sin pretender ser un músico famoso pero al menos tocar la música que escuchaba en la cabeza.
Un día, pasando por el mercadillo de pulgas que se instalaba una vez a la semana en un vecindario cercano a la casa del tío donde seguía yendo para sonar ya no uno, sino hasta tres discos que logró comprar, vio un tesoro. Entre abrigos militares del Ejército Rojo, unas botas que también parecían militares, había un violín viejo. Lo cogió entre las manos con un estremecimiento propio de un novio que levanta el velo de la mujer que con un beso será la esposa.
El violín estaba maltratado. Quien lo tuvo no lo cuidó o no lo amó. Le faltaba una clavija y se notaban rayones muy profundos en la parte posterior, que si hubieran sido hechos en un animal o una persona, harían desangrar a la víctima en cuestión de pocos minutos.
Aun siendo un mercadillo, el propietario, un eslavo de unos noventa años con las cejas tan tupidas como arbusto medianero, puso un precio cercano a un violín de concierto sinfónico propio de una gran orquesta. Regateando un poco, vio a la luz un precio menor pero aun costoso y como el dinero siempre falta en los bolsillos de un obrero constructor, la adquisición no se efectuó; sin embargo, hubo un acuerdo. En tres semanas y ahorrando las cenas, el transporte de vuelta a casa y el tabaco, más los ahorros de los regalos navideños de papá y mamá, vendedor y comprador se verían en el mismo lugar a las diez de la mañana y el resto sería historia.
Tres largas semanas: un poco de hambre, dos horas a pie hasta casa seis noches a la semana, cero tabaco y ni pensar en regalos para Navidad, los billetes se fueron juntando. El plan incluía una compensación que les daría a sus padres. En vez de regalos, la Noche Buena se completaría con las notas de su nuevo violín en un concierto privado para sus progenitores.
Se abrió paso entre mucha gente que paseaba, miraba y compraba en el mercadillo. Conocía el lugar donde el anciano acomodaba su mercancía; debajo de un castaño que ya iba perdiendo sus hojas al acercarse el otoño, debía estar el hombre y el violín.
Al principio pensó que no era el lugar correcto, no estaban los abrigos, no se veían botas y mucho menos el violín. Dio media vuelta y recorrió nuevamente el corredor abierto entre vendedores y compradores. Entonces se dio cuenta que habían más castaños en la siguiente cuadra y siguió caminando pero si bien estaban los árboles, allí solamente se vendía frutas, de colores, olores y formas abundantes.
No se dio por vencido y espero dos horas pensando que el anciano no habría llegado. Estuvo quieto y luego quiso probar suerte buscando otro violín, al fin y al cabo, los violines pueden ser escasos pero no extintos. Encontró de todo en el mercadillo pero ningún violín.
Cuando algunos vendedores comenzaron a recoger sus productos para marcharse, se dio cuenta que ese no sería el día de la adquisición.
Volvió cinco domingos más y el anciano de las notorias cejas no apareció.
La días no se detienen y sus horas, madres de los minutos, corren, van presurosas porque apuros hay todos los días. La vida pasa, los sueños quedan; unos intactos, otros magullados y algunos listos para desaparecer. El violín, la música y la profesión que quiso, no se habían decidido a ser sueño intacto, sueño magullado o sueño desaparecido.
Hay suerte en el aire y cuando su madre enfermó, la suerte le recordó que en una lata de galletas estaba el ahorro para el violín. Los billetes se convirtieron en medicina para la mamá y la medicina sirvió para que ella fuera presencia viva al lado de su familia por dos meses más.
La Navidad no sería la misma que fue en años pasados, sin regalos, sin madre, sin ganas para festejar y sin concierto de violín.
Dos hombres solos, trabajadores con deudas pero con fuerza suficiente para dos turnos se convierten en ausencias de lo que fue un hogar. Apenas se encontraban en la mañana antes de salir y en la noche al volver. Los domingos no compartían más que el sueño atrasado, los dolores musculares y una o dos anécdotas laborales. Eso los hizo distantes hasta que ambos quisieron probar suerte en dos ciudades diametralmente opuestas en el mapa, y se hicieron aún más distantes hasta el fin de sus días.
Nueva vida. Otra ciudad y miles de rostros extraños menos uno que cada día se hacía familiar: la asistente de la farmaceuta. Allí se conocieron, en la farmacia, un día que le dolía la espalda. Cuatro pastillas, un billete y un accidental toque de sus dedos mientras ella le alcanzaba las pastillas y él el dinero.
La relación se fue haciendo cada vez más sólida. Un día se animaron y decidieron vivir juntos. La verdad, ella aceptó que él se quedara en su apartamento y él no lo pensó dos veces.
Una noche de lluvia, cuando los planes de salir a caminar quedaron frustrados, se encontraron ambos sentados en sillón de la pequeña sala, delante del televisor con dos opciones fuertes: un debate sobre género y feminismo y el concierto de la filarmónica de Londres. Ambos eventos en vivo y directo. Ellos se miraron como quien pide y adivina que el otro dirá sí pero resulta ser no.
No había vuelto a sonar sus discos porque ella usaba el teléfono celular para oír música y en el departamento además de la computadora solamente estaba una radio de baterías sin baterías. Más que extrañar la música de violines, la tenía olvidada con algo de resentimiento, se decía asimismo, porque violín era sinónimo de plan de vida frustrado.
Cuando él le propuso ver el concierto de música ella cambió el semblante y terminó la conversación con un alarmante discurso porque le sacó en cara que era su televisor y estaban en su apartamento.
Dolió más ver el comportamiento de ella que perderse el concierto. Sintió algo extraño dentro de él mismo; era una mezcla de dolor, desilusión y arrepentimiento. Reacomodó la cara, se levantó y se fue al balcón para mirar la ciudad indiferente a sus sentimientos. Entre el sonido del tráfico citadino y como por encanto, sus entrenados oídos, escucharon música y con ellas violines. El sonido venía de lejos y le pareció que salía de un departamento donde alguien como él, disfrutaba de los violines. Paró la música, se intensificó el frío y se fue a acostar. Al meterse en la cama le pareció que a su lado había una persona que todavía no conocía bien, que apenas conocía o que finalmente conocía solamente en una parte muy distinta a él.
Fue en el día de compras de saldos. Un día de tragedia histórica que los menos atentos a los hechos históricos aprovechan para comprar compulsivamente. Ese viernes él regresaba a casa y le llamó la atención que con la oferta de grandes almacenes, tiendas de ropa y electrónicos, en una esquina, había un negocio de antigüedades que se unió a la locura de compras de saldos previos a las fiestas de fin de año. Miró su reloj de pulsera y sacando cálculos matemáticos de los horarios de trenes, las conexiones de buses y el tiempo que le demoraría preparar la cena, podía llegar un poco tarde al departamento incluso antes que su mujer.
Fue como entrar a otro mundo. Cristalería fina muy antigua, cuadros de gente con aires de realeza con las caras muy blancas, las trompas muy salidas y la mirada de arriba hacia abajo, máscaras africanas, cerámica china, o al menos para él parecía chino aunque podía ser de cualquier otro lugar del mundo que él no conocía y más.
Le llamó la atención una mecedora de madera fina con un rostro de león tallado en el respaldar. Se acercó a ver el león pero su mirada se torció bruscamente porque detrás de la mecedora había un violín. En su cara quedó marcada una sonrisa, como de niño travieso. Levantó el violín y lo encontró maravilloso. Muy bien cuidado, brillante y sedoso. Ambos se conectaron hasta que la etiqueta del preció le hizo pensar que quizás no lo estaba sujetando apropiadamente y un desliz le costaría dinero si caía o apenas se raspara. Tuvieron que separarse. El violín a su rincón detrás de la mecedora y él al mostrador donde una muchacha que masticaba chicle leía sus mensajes en el celular.
Preguntó si podía dejar un depósito por el violín porque no tenía dinero suficiente. La chica sin levantar la mirada solamente señaló a la puerta donde había un cartel que decía:» sólo pagos en efectivo». El asunto es que él no proponía pagar de otra forma sino que quería asegurar la compra dejando un depósito para que no vendieran el violín a nadie más hasta que él pudiera regresar con el resto del dinero. La chica respondió que era solamente la dependiente y que el dueño no la había autorizado para negociar.
No era mucho lo que costaba. Para quien no tiene en interés en un violín el precio era muy alto pero para él era un objetivo realizable. Se consoló y se fue dando una última mirada al rincón del violín detrás de la mecedora y ambos se despidieron apenas con el brillo de la madera y con la melancolía de los ojos.
Ella llegó muy contenta al departamento. La cena estaba lista pero antes de comer ella solamente pensaba en compartir la buena noticia. La había ascendido de puesto, sería coordinadora de las sucursales de la farmacia, más oficina, más trabajo y más salario. Ambos festejaron con media botella de vino que quedó de la noche anterior. Mientras comían ella tuvo una idea y le preguntó a él si para Navidad quería algo especial, algo que ahora se podían permitir gastando algo más del presupuesto que desde comienzos de año ya tenían para las fiestas.
¿Qué se le puede ofrecer a un hambriento si no es comida? Él solo quería un violín y fue lo que respondió a su mujer. Le contó que siempre desde que era un niño pequeño quiso un violín, aprender a tocarlo, formar un grupo y tocar en alguna sala.
La respuesta de ella no se hizo esperar. Abrió juntos ojos y boca y luego, elevando la voz, le dijo que ella le ofrecía algo lindo, importante y valioso y lo que él pedía era inútil, pretencioso y fuera de lugar porque si ni cantar sabía menos tocar un instrumento. Luego quiso arreglar las cosas acariciando el rostro de él y bajando la voz le dijo que pidiera otra cosa que ella le quería dar un regalo especial.
Pidió unas herramientas de carpintería para trabajos que nunca haría.
Pasaron las fiestas y otro año comenzó. El nuevo trabajo de ella le exigía quedarse en la oficina hasta muy tarde, más viajes locales que a veces la obligaban a quedarse fuera por un par de días o más. Él comenzó a sentirse solo.
Aprovechó varias noches para sentirse como rey con un sofá a su disposición como reino florido por el tapiz, en el cual reposaba su cetro de plástico negro con muchos botones para cambiar canales. ¡Todo el poder al Rey!
Fueron infaltables los conciertos y hasta películas relacionadas a la música, a sus compositores favoritos y obviamente al instrumento que más le gustaba.
Luego de un largo viaje y cuando el departamento ya estaba a obscuras, llegó ella con un lío de grandes proporciones en una sucursal a su cargo. No había dejado de maldecir en el avión y en el taxi de regreso. Subió las gradas pensando y diciendo improperios contra quienes se habían apropiado de medicinas y dinero de la sucursal que ella. Jamás pensó en la regla de oro de cualquier hogar: No te lleves los problemas de la oficina a tu casa.
Tropezó con el perchero donde no llegó a dejar el abrigo que pasó de largo rumbo al piso y no faltó el disparate. Él, que tenía el sueño ligero, despertó y se asomó a ver. Encendió la luz del salón y allí estaba ella tomando vino en un vaso cervecero que para el momento era lo que menos importaba. Ni saludó, lo miró a los ojos y le dijo que su puesto pendía de un hilo; ella era la responsable directa de la supervisión, los directivos oirían el reporte de su propia boca y las medidas considerarían ante todo, la aptitud del supervisor para prevenir o evitar desmanes en cualquiera de las farmacias de la red.
Él le respondió que si había algo en lo que pudiera ayudar y eso sirvió solamente como gatillo para que ella con toda su artillería explotara.
Le dijo que alguien con los pies en las nubes, con fantasías irrealizables como ser un músico de éxito y un violinista sin violín, no podría jamás lograr ayudarla.
Su corazón se hizo pedazos y optó por irse a dormir.
La vida tenía poco sentido. Un sueño tan fuerte que contra viento y marea no se desvaneció y una relación que se iba a pique. Con el tiempo él estaba cómodo, su contribución no alcanzaba ni a la mitad de los gastos de la pareja porque al elevarse su nivel de vida, su salario siguió siendo el mismo y no daba para costear los gustos que ella tenía y que a él también lo favorecían porque se vestía mejor, comía mejor, se perfumaba como antes no y las salidas era frecuentes como algún paseo también.
Una mañana, sentado ya en el metro, se percató de un hombre que leía el periódico a su lado. La página cultural estaba de su lado y en la mitad de la plana un gran anuncio: el virtuoso Drazec Pancev daría un concierto en la ciudad y enfatizaba “Única presentación, 9:00pm”. Pancev había logrado la fama por ser un violinista que desde los cuatro años ya dominaba no solamente el instrumento sino un amplio repertorio que la gente no entendía cómo tanto cabía en la cabeza de un niño tan pequeño.
Esperó unos minutos y cuando el hombre del periódico ya estaba en la sección deportiva, pidió con mucha vergüenza, por lo tímido que era, de poder ver la sección cultural. Casi sin mirarlo el hombre se la dio y le dijo que no se preocupara por devolverla.
Leyó todo pero había una sola cosa que buscaba: los precios de la taquilla. Primeras filas muy caras, palcos ni soñar, arriba y muy atrás aún caro pero los últimos asientos de las últimas filas del fondo mismo del teatro costaban menos. Tomó su decisión con la velocidad de un rayo y al salir del trabajo ya sabía dónde iría.
Llegó a comprar su billete pero encontró muchas personas esperando en un orden muy religioso que se movía como procesión de Semana Santa aunque por dentro seguramente todos iban jubilosos como en Carnaval, el gran violinista Pancev era un poderoso imán para quienes gustaban de la música clásica.
50, 30, 20, 10, 5 personas apenas para llegar a la boletería. Cuando su turno llegó, fue como quien abre la ventana en un día de primavera y siente el aire puro de la mañana acariciando el rostro y llenado los pulmones con vida.
El aire puro sabía a arsénico. Boletos del fondo agotados, boletos de palcos agotados. Unos pocos claros en las primeras filas en los costados. Debía decidir ya. “Única presentación”. Mano a la cartera y todo los que había más unas monedas completaron el costo de su arriesgada decisión.
Con el boleto en la mano sintió nuevamente la primavera y cuando sus manos temblaron pensó que era la emoción de saber que ese mismo viernes, estaría en las primeras filas del teatro para ver al gran Pancev robando el puro sentimiento del violín, pero luego se dio cuenta que el temblor no era por el concierto sino por la explicación que le daría a ella para justificar su decisión, su gasto y su salida del viernes.
Al llegar al departamento, ella que ya estaba allí se fijó primero en el reloj de pulsera pues el retraso era evidente. Descartó cualquier reclamo y se acercó delante de él con la mirada que encanta pero que anuncia que hay algo más. Lo abrazó y antes que dijera algo, él ya estaba listo para disculparse por el atraso y con mucho valor decirle que tenía un boleto caro para un concierto de violín ese mismo viernes y que como dos boletos era una suma no habitual en su cartera o pantalón, iría solo.
Ella le tapo los labios con el dedo índice y comenzó a hablar. Sabía que había estado tensa los últimos días, que sobre sus espaldas había mucha responsabilidad y que no quitaba de sus pensamientos su situación laboral la cual debía proteger por el bien de ambos. Le dijo que se sentía arrepentida de su comportamiento y que quería que juntos se reconciliaran de tanto alejamiento y maltrato por lo que le propuso una cena romántica en un restaurante caro que ya había reservado para el viernes, a las nueve de la noche.
Si alguien puede experimentar un cañonazo directo al corazón y vivir para contarlo, él lo entendería porque eso fue lo que sintió.
La apartó amorosamente con ambos brazos y le dijo que estaba de acuerdo, que la entendía, que la quería, que para él también era importante que su perfil profesional, su carrera y su puesto tuvieran prioridad. Se animó primero a preguntar si cabía la posibilidad de ir el sábado. Ella se alejó para servirse una copa de vino y le dijo que le costó mucho conseguir espacio. Luego, él probó con la hora, a las siete o a las once pero la respuesta fue la misma, costó lograr espacio y lo único que había era en el horario fijado. Al dejar la copa sobre la mesa, ella recién lo miró presintiendo que había algo raro con la fecha y con la hora, no en vano él proponía cielo y tierra pero no viernes y menos a las nueve de la noche.
Decidió servirse una segunda copa de vino que bebió evidentemente alterada de un solo sorbo preguntando inmediatamente si había algún problema. Él bajo la cabeza y le dijo que tenía un compromiso el viernes a las nueve de la noche.
El golpe sobre la mesa que dio ella lo hizo levantar la mirada. Comenzaron los gritos, los argumentos, las preguntas que ella hacía y que también se respondía, sus responsabilidades, su esfuerzo, su voluntad de componer su relación, el dinero, lo duro que era para ella asumir más responsabilidades y hacerlo sola. Solamente cuando su monólogo con voz elevada terminó, le preguntó qué compromiso tenía.
La explicación iba muy bien hasta que dos palabras se oyeron: concierto violín. Ella montó en cólera, entre descuido e intención rompió su copa de vino y dejó caer la botella, caminó de lado a lado como fiera enjaulada y terminó echándole en cara que él era un fracasado, con ínfulas demasiado grandes para un obrero que quiere verse con traje negro en un escenario tocando un violín de descuento y ser famoso sin sudar ni una gota.
Ella cogió las llaves del coche y se fue del departamento.
Toda hora llega, todo corazón aguanta, todo libreto concluye. Tenía poco para llevar, hizo maleta y salió no sin antes revisar que dentro del bolsillo de la camisa estuviera su billete del concierto.
Apresurado salió de la pensión de mala muerte donde planeó quedarse. Para su suerte y su apretado presupuesto, bastaba un solo bus que lo dejaba a tres cuadras del salón de conciertos. Llegó dos horas antes cuando la gente de las primeras filas apenas se vestía para salir por una copa antes de llegar al concierto. La gente de las últimas filas llevaba al menos media hora esperando en un costado del edificio que esa noche brillaba como gema rara que recibe la luz en cada corte magistralmente tallado por el joyero.
Su corazón latía de emoción. Todos sus pensamientos, frustraciones y congojas se esfumaron pues solamente podía pensar en el gran Pancev. Tuvo tiempo suficiente para recordar en la mente toda la música que incluía el programa, se la conocía de memoria; tres piezas que se tocarían esa noche estaban en su disco de vinilo que tanto había oído. Dos piezas más eran repertorio habitual de los programas de televisión que vio las noches que fue Rey del apartamento y la última del programa, la descargó en su celular y la escuchó las últimas cuarenta y ocho horas, una y otra vez hasta memorizarla.
Todo fue espectacular. Estuvo en espacios del teatro reservados para la gente que puede costear entradas caras; alfombras finas, cuadros famosos, esculturas y hasta una copa de champaña que le ofrecieron en copa de cristal mientras esperaba en la antesala del teatro. Luego entrar a la sala, las butacas aterciopeladas, las luces, la gente de los palcos y de las filas del fondo que entraron antes, todo dispuesto para que entrara la orquesta, el director, los violines y el mismísimo Pancev. Todo brillaba, todo olía bien, todo era calmo hasta que la batuta sonó sobre el atril y la magia comenzó.
Fue la noche más hermosa de su vida.
Al salir de la sala de conciertos sentía que flotaba. No sentía el duro asfalto y menos el frio de la noche que amenazaba nieve.
Al acostarse durmió con una sonrisa en los labios y soñó con violines.
Su vida tomó rumbo y aunque era un poco de lo mismo, ahora era libre para gozar de su pasión sin miedo, sin excusas, sin explicaciones. Comenzó ahorrando monedas y luego billetes. No comía muy bien, vestía humildemente, no usaba colonia ni perfume pero había previsto dinero suficiente para pagarse un billete de última fila para un siguiente concierto de alguien, alguna fecha, algún mes, no importaba, él estaría atento a escuchar a un famoso violinista.
Un día, sentado tranquilamente en el metro, vio subir en la parada de Heroínas a un niño de la mano de su madre. El niño tenía la caja de un violín y se sentó junto a él. Se miraron con confianza y la pregunta obligatoria no se hizo esperar. Él le preguntó al niño si le gustaba el violín. Antes de oír la respuesta, la madre giró con recelo para fijarse en el hombre que estaba hablando de ellos pero antes que hiciera algo, el niño respondió que no le gustaba mucho tocar violín, que las clases eran divertidas pero que sus pequeños dedos no eran veloces todavía.
Él miró a la madre primero, como pidiendo permiso con la mirada y le dijo al niño que tuviera paciencia que un día sería como el gran Pancev. Al oír ese nombre el niño giró todo su cuerpo prestando suma atención al desconocido y le dijo si él conocía a Pancev. Al responder afirmativamente, la madre sintió un poco de calma pues quien tenía gusto por el violín y conocía a Pancev tendría que ser alguien al menos educado.
Le contó al niño que había visto al gran Pancev en la sala de conciertos de la ciudad. Que disfrutó mucho no solo del concierto sino de la sala misma describiendo sus ambientes finos. Todo eso convenció a la madre quien se animó a preguntar si él era músico. Al oír la pregunta él cambio su rostro mostrando una pena que se quiso esconder y dijo que era su sueño, que quería ser violinista y con una sonrisa cada burlona de sí mismo les dijo que ni siquiera tenía violín.
Para el niño no había lógica en las palaras del hombre y le dijo que en su sala de clases había muchos violines y que por qué no iba un día. El hombre imaginó que eran violines para niños, que algunos quizá dejaban los violines para no cargarlos todos los días pero la madre añadió como quien no dice nada importante que en esa academia había violines a disposición de alumnos menos pudientes.
Esas eran buenas noticias pero demasiado buenas para ser verdad. Pidió la dirección y con gusto se la dieron. En la parada Jardines del Olmo, un barrio residencial, se bajó el niño y su madre. El niño no podía usar las manos para despedirse pero logró decir antes que se cerraran las puertas: “Te veo en la academia”.
Reconoció el temblor de sus manos que estuvo siempre presente en momentos claves de su vida. Llamó al número de la academia, le contestaron afirmativamente que había violines disponibles para los niños y preguntaron de qué edad era su hijo. Supo que la conversación no iría más allá pero la voz del teléfono lo invitó a conocer el lugar. Cortaron con día y hora de visita.
La vida se estaba ordenando. La cita fue un sábado que él no trabajaba. La dirección estaba cerca de la parada de Heroínas y con el metro era suficiente, todo ahorro incluido el transporte era bueno.
Los sábados no había muchos dependientes por lo que el mismo director de la academia lo recibió y le mostró las instalaciones. Mientras paseaban, él se fijó en la sala de ensayos, sobre un mueble muy fino y cerrado con cristales, varios violines de distinto tamaños. Aprovechó para preguntar si eran esos los violines que prestaban y el director le dijo que querían motivar a los chicos sin dinero para clases, siempre y cuando tuvieran vocación, ellos les prestaban el instrumento.
Sintió algo bueno frente al director, se veía como una buena persona, al menos esa disposición para ayudar a quien no puede pero no porque no quiere, le agradó hasta que la pregunta sobre la edad del hijo fue hecha.
Sintió mucha vergüenza explicar que no tenía hijo, que tocar el violín fue su sueño de toda la vida, que nunca hubo posibilidades económicas en su familia y que ya de grande le faltó valor para decidir iniciar una carrera tardía. También le dijo que dando mano de sus ahorros y pidiendo un pequeño préstamo podría comprar un violín pero que aún con sacrificios no podría costearse las clases.
El director quiso ayudar pero el problema no eran los recursos sino la edad. La academia tenía niños de cuatro hasta diecisiete años y que él ya era un hombre mayor y que no veía conveniente mezclarlo con gente tan joven. Él entendió, agradeció y salió.
Antes de bajar las gradas hacia la terminal del metro, escuchó una voz que veía por detrás. Un chico de quince o dieciséis años le explicó que lo seguía desde la academia y que tenía un mensaje del director. El mensaje decía que llamará el lunes en la tarde.
A la hora del almuerzo buscó en el pantalón el pedacito de papel dónde tenía el número de la academia. La mano empezó a temblar pero se controló. Se dijo a sí mismo que las cosas no podían ser peores. Pidió con el director y sin esperar mucho volvió a escuchar la voz del hombre.
El director dijo que él no podía tomar una decisión sin consultar a un par de profesores para saber si estaban dispuestos a hacer una excepción y que quizá en el grupo de los quinceañeros había una opción. Un profesor aceptó y sus clases comenzaban, con violín prestado, en una semana.
Nunca faltó a las clases. Hacía dos horas adicionales de ejercicios solo en la academia porque no podía llevarse el violín a casa para practicar. Al sexto mes, su profesor le permitió llevarse un violín que tenía en casa y que ya no usaba porque Paganini no sonaba bien en él, una mentirilla.
Tenía en clase a chicos muy expertos, muy disciplinados, muy bien educados en el arte de tocar el violín y si bien el primer año no llegó a compararse con ellos, fueron siempre su inspiración.
Una vez le contó a un colega del trabajo que la vida la le había dado todo y que para coronar su felicidad en dos semanas se graduaba del nivel principiante en violín. Aprobó con honores, compró el violín del profesor y siguió estudiando para un día ser un violinista concertista. Sus compañeros de clase lo bautizaron como “la sombra de Pancev”.
No volví a saber más de mi amigo el violinista. Hoy recuerdo su historia y sé que sin importar dónde vive ahora y si ha formado familia o si ha mejorado su situación económica, tiene un violín entre el hombro y su largo brazo.
Dos cosas se unen a este recuerdo, el gran Pancev y mi amigo que más tarde que temprano atrapó su sueño.»
Deja un comentario