– Por Creer en ti… y en mí
«Desde su último cumpleaños hace nueve meses, el balón era inseparable de Tino o Tino del balón, que es lo mismo.
De cuero sintético con el escudo de su equipo estampado una media docena de veces, no tenía más detalle pero eso le importaba poco al niño.
El terreno vacío, al lado de su edificio, fue limpiado para una construcción que tardaba mucho en iniciarse por problemas legales y técnicos y el más beneficiado era Tino porque allí improvisó su campo de juego.
A las cuatro de la tarde después del cole y si el tiempo era bueno, Tino jugaba partidos imaginarios contra equipos siempre poderosos que quería vencer y si eso suponía barrerse por el piso de tierra, correr sin descanso y patear lo más fuerte posible, Tino lo hacía. La victoria estaba siempre de su lado aunque a veces se decía él mismo que costó ganar al equipo rival.
Una tarde, Tino jugaba contra el equipo más fuerte de la liga. Era el minuto noventa y el marcador estaba en cero para ambos. Tino recibió el balón y quedó frente al portero y por no errar, decidió darle con toda la fuerza, que su almuerzo de yogurt, pan integral, jamón cocido y manzana roja le habían aportado. Encaró y disparó a portería. Falló el gol. Sin embargo, el balón pegó en una pared con tal fuerza que lo normal era un rebote pero la casualidad hizo que ese rebote saliera del campo improvisado y se estrellara contra los cristales de una casa vecina. El ruido no fue de una multitud celebrando el gol sino de los cristales que se hacían añicos pero además hubo otro sonido de otro tipo, de algo que parecía también cristal pero que venía de dentro de la casa. Tino levantó del piso su camisa del cole, su mochila y corrió a esconderse a su departamento.
No fue difícil que dieran con el culpable. Tino no solamente era conocido en el vecindario por ser un niño agradable, educado, bien arreglado sino además porque era muy solitario; la gente que pasaba por el terreno baldío después de las cuatro de la tarde y cuando el tiempo era bueno, observaba al niño emocionado corriendo detrás del balón.
El padre impuso la sanción. El balón le sería confiscado sin fecha de retorno. Debía estar en el departamento a más tardar a las cuatro y cuarto, no podía fallar con ninguna tarea y de las monedas que recibía los sábados para “sus gastos”, se le descontaría el valor del cristal roto. El dinero para costear algo más que se había roto, jamás alcanzaría para una familia con los ingresos de la familia de Tino.
Así vista la situación, culpable reconocido, la sanción impuesta y la condena en curso, parecía que se había hecho justicia; sin embargo, del otro lado del “campo de juego” había una persona triste por el apego que había consolidado con aquello que hoy era también destrozo.
Tino no se sentía bien. Sabía que todo había sido un accidente, sabía que su castigo era justo pero ignoraba los otros daños que había causado. Es así que una tarde, respiró hondo mientras iba de regreso al departamento y decidió detenerse en la casa del cristal roto, ahora compuesto. Tocó a la puerta, esperó unos segundos y apareció su víctima.
Ella era una anciana de noventa años. Muy bien arreglada para estar en la casa la mayor parte del tiempo. El pañuelo de seda alrededor del cuello, los aretes de oro, pequeños pero notorios por su brillo, y una cadenita con una cruz le daban un aire refinado. Ella miró directo a los ojos de Tino y supo quién era.
Preguntó por el motivo de la visita y el niño muy resuelto le dijo que estaba arrepentido por romper el cristal y que lo disculpara. Ella lo miró con cierta ternura y le respondió que lo que menos le importaba era el cristal. Tino no entendió y quedó algo sorprendido porque para su poca experiencia en la vida los cristales son valiosos, nos protegen del viento, del aire frío del invierno o del aire caliente del verano, además nadie los regala y cuanto más grandes son, más cuestan y que aquello del doble cristal, del cristal templado, del cristal ahumado, etc., debía también suponer más dinero.
La señora se acercó un poco más al niño y preguntó si él sabía qué se había roto dentro de la casa. A Tino nunca le informaron porque como dice el dicho “sobre llovido mojado”, ya para qué hacerlo sufrir más allá de la pena impuesta diciéndole que también había roto un jarrón chino muy valioso que pocos pueden pagar porque costaba muchísimo.
La anciana le contó a Tino que su esposo, ya difunto, era un diplomático muy respetado y que en su primera asignación tuvo que representar al país en China. Siendo todavía soltero pudo ahorrar suficiente dinero para llevarse de recuerdo algo muy lindo pero que además no era barato y fue así que compró el jarrón chino de porcelana. Tino entendió en eso mismo momento que los cristales rotos suenan diferente de la porcelana y lo supo desde el día del accidente pero ese no fue momento de cavilaciones, él tuvo que correr, eso era importante.
Cuando el diplomático se casó, el jarrón fue el regalo de bodas que más le gustó a ella y que verlo era no solamente recordar la felicidad que encontró con aquel hombre sino además recordarlo todas las tardes a las cuatro en punto cuando se servía una taza de té y de frente al jarrón disfrutaba ese momento de intimidad. Tino había hecho pedazos el recuerdo material de la señora.
Eran las cuatro quince de la tarde. La taza de té estaba ya fría. La puerta abierta donde la anciana estaba con Tino dejó entrar el aire frío de la tarde y con él merodeando, ninguna taza de té o café o manzanilla puede resistir. La anciana se sintió acompañada y aliviada aún a pesar de estar delante del terrible delincuente que con ojos tristes quería mostrar su arrepentimiento y pesar. Ella le dijo que no quería rencor, que el rencor hace a la gente más vieja y que por ahora ella quería vivir un poco más. Se dio la vuelta y detrás de la puerta recogió el balón de Tino y se lo devolvió. Ambos, sin decir palabra se despidieron.
Toda la noche para Tino fue como sufrir todas las sanciones del Código Penal. Estaba arrepentido de lo ocurrido aunque hubiera sido solamente casualidad, descuido, dejarse llevar por su ímpetu ganador de partidos imaginarios y de la fuerza que la manzana roja le dio para patear y lograr un rebote poderoso que alcanzó la ventana de la vecina.
A la mañana siguiente, Tino quiso enmendar el mal hecho y revelándose a la autoridad de su padre que no quería ver más allá de la compensación del daño, le dijo que no podía regresar antes de las cinco de la tarde, que la vida le obligaba a madurar y aliviar el daño causado. El padre se sorprendió al escuchar un argumento maduro de su hijo y luego de oír la explicación competa estuvo de acuerdo. Lo que faltaba era escuchar a la “otra parte”. Esa misma tarde la “otra parte” estuvo de acuerdo con la propuesta de Tino.
Ahora, todos los días después de la cuatro de la tarde, después del cole y cuando el tiempo está bueno o está malo, Tino va a la casa de la anciana a conversar, acompañarla y compartir una taza de té, un vaso de leche y galletas que la señora aprendió a hornear vistiendo su pañuelo fino y sus aretes de oro.»
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