– Por Creer en ti… y en mí
«Hace mucho tiempo en la selva amazónica un padre muy preocupado por la falta de interés de su hijo menor por la cacería quiso enseñarle las técnicas necesarias para atrapar grandes presas. El padre hizo énfasis en la utilización de punzones capaces de lijar una madera negra dura con la que se hacían lanzas y puntas de flechas. El buen hombre también le mostró a su hijo la piedra de la cual obtenían láminas resistentes de las cuales se hacían filosos cuchillos para desollar animales y aprovechar sus pieles. Luego el padre consideró importante enseñar al muchachillo la técnica del camuflaje para pasar inadvertido a la hora de acercarse mucho a ciertos animales. Finalmente el hombre hizo énfasis en la práctica diaria del uso de los instrumentos de caza disparando sus armas a un bulto hecho con el cuero de un pecarí.
Muchos miembros de la tribu se asombraron del esfuerzo que hacía el padre para enseñar a su hijo no solamente la técnica precisa para cazar sino los trucos que solamente la experiencia enseña; no en vano las habilidades del padre fueron las que permitieron, no solo a su familia sino a muchos miembros de la comunidad, tener carne para su sustento resultado de su hábil cacería. El niño poco decía. Observaba, atendía y comprendía lo que su padre le enseñaba pero dentro de él no encontraba mucho sentido a matar para vivir; el chico pensaba que no había necesidad de eliminar a otros seres vivos con el ánimo de alimentarse de su carne y de usar el cuero para hacer ciertos utensilios y vestido. Él creía que si se trataba de comida no había que buscar muy lejos para encontrar frutos y además fibras vegetales que también constituían material para elaborar los utensilios de la comunidad y hasta el vestido.
Un día, el chiquillo se sorprendió al ver que luego de arrojar las semillas de una fruta dulce que había encontrado en el bosque hace dos semanas, una plantita había crecido con cierto esfuerzo en medio de la selva. Luego el muchacho seleccionó al menos tres lugares en el claro del bosque donde puso otras semillas en las que tenía depositada su fe para lograr la germinación. Un mes después, cerca de la choza en la que el chico y su padre habitaban, había unas plantitas que luego de superar algunas desventajas en la selva, como el exceso de agua, vientos fuertes y hormigas que devoraban todos los brotes tiernos de cada planta, se erguían cada día más fuertes superando la altura del techo de la choza ceremonial.
El padre insistió por un par de años para que su hijo se convirtiera en cazador pero no lo logró hasta que un día se le antojó esa fruta que dentro de la choza nunca faltaba: abundante jugo dulce y un perfume que brotaba al abrir el fruto que además ofrecía una pulpa carnosa de muy agradable sabor y mientras daba un generoso bocado se dio cuenta que alguien se encargaba de tener la fruta a disposición de los miembros de la comunidad y ese era su propio hijo. El hombre se acercó al muchacho para averiguar cómo y dónde obtenía esa deliciosa fruta. El chiquillo tomó de la mano a su padre y lo llevó a visitar un claro del bosque donde con paciencia se había encargado de cuidar las plantas que él había permitido crecer y entre ellas una muy alta cuyos frutos reconoció el padre. El padre se dio cuenta que si bien su hijo no pudo ser respetado como gran cazador ahora merecía respeto porque era él quien proveía alimento en la comunidad sin tener que emprender largas jornadas de caminata necesarias para procurar frutos en la selva.
Muchas veces pensamos que somos capaces de enseñar y proveer herramientas para que cierto trabajo se haga de manera precisa sin reconocer que las personas tienen aptitudes que requieren otro tipo de orientación y otros instrumentos con los cuales desarrolllar su talento.»
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