– Por Creer en ti… y en mí
«-¡Qué no hay agua caliente!
Por la prisa que llevaba tomó una ducha fría, lo mismo que el café, pues una vez que estuvo servido y caliente, la vecina tocó a la puerta y le pidió prestado un imperdible para componer algo con la ropa de su niña. Al volver, el café estaba frío y el disgusto acumulado.
En la calle pensó que al cambiar de bolso por uno que iba más a tono con las botas que calzaba, había olvidado el pase del metro. Tuvo que comprar billete y otro contratiempo.
Hacía frío y la mañana estaba gris. Los guantes también estaban en el bolso que se quedó colgado en el armario y por si fuera poco, las gafas también.
El viaje en metro fue corto y ya empezaba a extrañar estos viajes cortos porque a partir del siguiente mes le habían pedido visitar un hospital más distante y eso le incomodaba desde ahora.
Ya estaba delante del edificio. Lo vio oscuro quizás porque no había sol y porque ante todo sus ojos iban con su sentido del humor, apagados, casi enfadados con un mal comienzo del día. Entre sus defectos estaba eso de no tolerar que las cosas no funcionaran, que aunque fuera muy poco lo que pedía para ella ni siquiera pudiera tomarse un café caliente en la mañana.
El edificio le abrió sus puertas como todas las mañanas, con un ligero chirrido que parecía como un saludo que no fue silenciado por el personal de mantenimiento. Adentro ya había mucha gente. Análisis, rayos X, emergencias propias de accidentes del hogar, revisiones, citas ya habituales, era la rutina propia del hospital; sin embargo, ella iba para la torre 3, las de los pequeños, la de los niños, la de los que poco han hecho y poco han vivido pero que requieren atención médica.
La torre 3 es alta porque son como dieciocho pisos. Las paredes están llenas de dibujos: hay animales, hay plantas con flores, hay mariposas y hasta payasos con grandes sonrisas hay. Los médicos no llevan batas blancas: hay batas rosa, azul, celeste, violeta y anaranjadas hay. También hay juguetes: hay coches, balones pequeños, cubos y esferas y muñecas.
El piso nueve y el piso diez son los de oncología. Ella los conoce muy bien. Trabaja como voluntaria ¡con tantos niños!
Todos la quieren, pues cada mañana entre las ocho y las doce, sin importar la ducha fría, el café helado, el frío o el calor, ella se cambia el rostro. Mientras los doctores se cambian los trajes y los vestidos por batas de colores, ella se cambia la cara. Todo lo que carga se queda imaginariamente en el parqueo y sube al piso nueve o al diez con su mejor sonrisa.
Su mejor sonrisa está a punto de hacerse añicos. Apenas se abre el elevador, Antonia, la jefe de enfermeras, le hace un gesto desde la recepción para que se acerque. Dos besos y un buenos días igual de frío que la mañana.
Antonia le dice que el pequeño rubio de la cama cuarenta y tres se fue a jugar muy lejos. Hace una semana se sabía que la quimio no funcionaba y con esa advertencia quisieron seguir probando un poco más para alentar a los padres, para alentar a su cuerpecito, para alentarse todos, para alentar al milagro mismo pero lo que hay es desaliento.
A ella le queman los ojos. Le cerraron los pulmones porque el aire no le viene. El corazón no solo giró una vez sino muchas como una calesita loca que no puede parar.
Con el niño de la cama cuarenta y tres había una conexión muy rara pues apenas se vieron la primera vez, no se los borró la sonrisa como si ese fuera su medio de comunicación haciendo que las palabras se cayeran de la boca y rodaran por el piso inútiles de poder intentar transmitir mucho más que sus sonrisas.
Quiso desviar sus ojos hacia otro lugar y su mejor opción fue la ventana. El paisaje no la ayudó mucho pues le mostró nubes grises, enemigas naturales del sol y las caras que le hacían solamente presagiaban tormenta. Así sintió: una tormenta llena de lágrimas que querían caer e inundar sin misericordia los jardines, los parques, las avenidas y toda la ciudad.
Pensó en la justicia de quien enferma, de quien no se recupera, de quien no puede continuar la lucha y si todo eso era justo además, en seres tan indefensos, tan puros, tan llenos de sueños.
Algo evitó la tormenta. Fueron las palabras del niño de la cama cuarenta y tres:
-He recibido mucho amor. Has visto que todos los días había gente conmigo. Has conocido a mi padre y a mi madre a quienes amo con todo mi corazón. Has visto a mi abuelo y mi abuela. Tú y yo hemos jugado con mis dos hermanos y varias primas que han venido a verme. Un día también vino mi maestra del cole. Hasta mis vecinos han venido a verme con regalos. Todos ellos me quieren y me han dado mucho amor. Soy muy afortunado y si me toca irme pronto, quiero que a los niños de la cama doce, la ocho y la seis les de tú mucho amor. A uno solamente lo visita la madre, al otro sus abuelos porque no tiene padres y la señora que viene a ver a la niña de la cama seis y que dice que es su tía, descubrí que no es tía porque la niña viene de un orfanato. Sé que me quieres tú también como te quiero yo a ti pero si algo he aprendido en esta vida corta es que si tienes amor debes compartirlo con todos.
Con ese recuerdo, ella se puso otra cara sobre ese rostro que le quemaba de emoción por la tristeza. La sonrisa que se puso fue el bálsamo para superar un día lleno de tonteras que creemos nos perturban la vida cuando la única cosa más importante que todas es dar amor.
Se ajustó el moño, acomodó las solapas de la bata, espantó unas pelusas invisibles sobre los hombros y con paso firme se fue a visitar a sus niños. Empezó por la cama seis, siguió por la ocho, continuó por la doce y así siguió varios años más dando mucho amor.»
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