– Por Creer en ti… y en mí
«Cuando murió Ramón, el pez de mi hijo, mi esposo me miró alarmado y me dijo que debíamos conseguir otro igual. Contemplé el cuerpo del animal, hundido entre piedrecillas y hierbas artificiales, y le pregunté si no era mejor decirle la verdad a Santiago.
Él me miró con recriminación, usó una bolsa como guante y metió su mano en la pecera para sacar el animal. Lo puso en la mesa y lo observamos juntos. Mi esposo fue el primero en tocarlo con su índice, presionando su costado.
—No se ahogó, Julián, es un pez. No se ahogan en el agua.
—No vamos a decirle la verdad. Está muy pequeño para eso.
—¿Y cómo vamos a conseguir otro pez igual?
Señalé el reloj, nuestro hijo estaba en el colegio y regresaría en cuatro horas. Era muy poco tiempo. Julián presionó un poco más el cuerpo del pez y luego, convencido de que ya no volvería a la vida, buscó su abrigo.
—¡Vamos!
Salimos con él envuelto en una servilleta y nos dirigimos a las tiendas de animales. Habíamos descubierto el cuerpo por azar, después de dejar al niño en el colegio y suspiramos aliviados porque no alcanzó a verlo. Desde su llegada, Santiago se había encariñado de manera especial con el pez. Solía alimentarlo al llegar de la escuela y se quedaba de pie frente al vidrio, mirándolo nadar sin ningún propósito. Había incluso pedido libros sobre Ictiología, una rama de la biología que se dedica al estudio de estos animales.
Conduje siguiendo una ruta marcada por mi esposo en su teléfono móvil. Visitamos seis tiendas. Lo primero que hacíamos al llegar a alguna era asegurarnos de que vendieran peces. No nos acercábamos al mostrador de inmediato. Merodeábamos de manera extraña por los pasillos fijándonos en los productos que se exhibían (jabón para mascotas, alimento, correas, etc.) y tratando de averiguar si tenían peceras y, por lo tanto, otros como Ramón.
Los dueños nos seguían con la mirada. Algunos se ofrecían a mostrarnos algún producto o nos preguntaban qué necesitábamos. Si esto pasaba, entonces mi esposo tomaba la servilleta, la extendía sobre el mostrador y dejaba al descubierto al pobre animal.
El pez no medía más de diez centímetros, tenía el cuerpo plateado y dos franjas negras cerca de la cabeza. Sus ojos eran grandes, cristalinos y siempre estaban abiertos. Su boca, que permanecía igual que los ojos, mostraba una dentadura afilada y diminuta.
—Estamos buscando un pez como este.
En todos los casos, recibimos una mirada de reprobación. Los ojos pasaban de concentrarse en las características del animal para subir y encontrarse con nosotros, cuestionando el hecho de que anduviéramos por ahí exhibiendo a un pez muerto.
—No, no tenemos ese tipo de pez—nos respondían.
Si la cara de reprobación era demasiado evidente, mi esposo contaba la situación. Lo que conllevaba a que escucháramos la misma respuesta:
—¿Por qué no decirle la verdad a su hijo?
Entonces, el encargado o encargada de la tienda pasaba a darnos un largo sermón que, en muchos casos, incluía anécdotas. En estos instantes Julián trataba de justificar nuestra manera de actuar y yo, cuando veía que sus argumentos flaqueaban, tomaba la palabra e intentaba sacarnos a flote.
Llegamos a casa a las 3 de la tarde. No conseguimos el pez que buscábamos, pero compramos uno que se le parecía mucho: era plateado, pero algo más pequeño y sin las franjas negras alrededor de la cabeza. Mi esposo creía que, si lo pintábamos, nuestro hijo no lo notaria.
—No podemos pintar el pez, creo que incluso es ilegal—dije.
No pareció importarle. Sacó el pez de la bolsa en que lo traíamos y lo acostó sobre un plato en el que había un poco de agua. El animal comenzó a sacudirse.
—¡Sujétalo!
—Se nos va a morir—grité.
Mi esposo corrió hacia una alacena y trajo un pincel, una caja de pinturas y una cinta.
—¿Qué haces?
—Voy a pintarlo, te dije—respondió.
—Vamos a matarlo.
—No exageres.
—¿No crees que deberíamos decirle la verdad a Santiago?
—Si no vas a ayudar, no estorbes—dijo quitando mis dedos y sujetando con los suyos el cuerpo del pez; con el índice y el pulgar de la mano derecha, como si se tratara de una hazaña, abrió la pintura negra y hundió el pincel. Luego lo pasó por encima del animal que, al sentir la pintura sobre su textura escamosa, se sacudió con más fuerza.
—Ayúdame—gritó mi esposo—. No te quedes viéndome la cara.
De mala gana apreté con suavidad la cola del pez. Julián pasó dos veces el pincel por la cara del animal, dejando una estela negra que se disolvía en el agua y formaba una mancha negruzca que caía hacia el plato. Aquel animal en nada se parecía a Ramón. Se me ocurrió que tenía más parecido a Gene Simmons de Kiss. Luego, en un rápido movimiento, mi esposo rompió un pedazo de cinta y la pegó sobre la cara de Gene (como lo bauticé), buscando evitar que toda la tinta se disolviera.
—Voltéalo.
Resignada hice lo que me pidió y lo vi hacer lo mismo sobre el otro costado del animal. La cinta, que se había llenado de pintura negra, cubría parte de los ojos. Se lo mencioné.
—Ahora en el agua se le quita—respondió.
Metí a Gene a la pecera justo en el momento en que escuchamos el bus escolar acercándose. Mi esposo corrió a recibir a nuestro hijo. Yo me quedé viendo el pez que nadó varias veces alrededor del acuario, como haciendo reconocimiento del área, y luego se detuvo y empezó a hundirse entre las piedrecillas y las hierbas artificiales. Mi hijo, que había entrado y se había ubicado cerca de mí, contempló la escena sin decir una palabra. Volteé la cara buscando a Julián. Contemplé sus ojos vidriosos y la boca donde se ahogaba el llanto. Ahora tendríamos que explicar a nuestro hijo la muerte del pez y no olvidaríamos que nosotros lo matamos.»
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