– Por Creer en ti… y en mí
«Padre e hijo comenzaron las lecciones de caza.
Ambos se encaramaban en ramas secas a no muy gran altura. Escoger las ramas más altas representaba en esta etapa de entrenamiento un golpe muy duro para el cachorro a la hora de atacar; además el padre sabía que, las décimas de segundo que se perdían saltando desde más alto, le podían dar a la presa una oportunidad para escapar de las garras de los fieros animales.
La primera, la segunda y la tercera ocasión fueron exitosas. El padre estaba orgulloso de su cachorro. Estaba casi seguro que en poco tiempo más, su hijo podría valerse por sí mismo y hasta buscar la vida fuera de su familia.
Una noche, cuando se alistaban para la cuarta lección, parecía que había algo especial flotando en el aire. Los animales son muy perceptivos, sus sentidos son muy agudos porque su vida depende de ello. Esa noche el cielo estaba estrellado y un viento frío sacudía notoriamente la pelambre de las fieras. Ambos sabían la importancia de mantenerse quietos y en silencio con la mirada hacia abajo esperando la menor señal de vida de algo que podría ser la cena y alimento del día siguiente. Las noches anteriores carecían de ese algo tan especial.
A la distancia se percibían unas luces un poco diferentes a las habituales. Había destellos de colores. Los animales sabían que ver esas luces era de por sí peligroso por cuanto demostraba que su coto de caza había llegado muy cerca de la ciudad de los hombres o al contrario, la ciudad de los hombres se estaba acercando cada vez más a su territorio.
Sin mirarse, lado a lado, no pensaban que esa noche no tendrían presa ninguna. Pasaron los minutos y luego las horas. Cuando la noche parece que ha agotado sus energías y las estrellas se apagan, no es seguro ni inteligente estar visibles sobre las ramas de los árboles salvo fuera la hora de la siesta en el calor de la selva. Entonces ambos descendieron y comenzaron a caminar rumbo a su zona de reposo donde los demás miembros de la familia estarían ya desperezándose para ver llegar al nuevo día.
El padre notó cierto desaliento en el hijo e hizo un alto en la marcha para fijarse en él. El cachorro también se detuvo. Los ojos mostraban tristeza. Una noche perdida, pensó. No logramos atrapar nada, se nos fue el tiempo y nos quedamos con las garras vacías, todo eso estaba en el pensamiento del pequeño.
Su padre, en su tarea pedagógica diaria y amorosa, le dijo a su cachorro que muchas veces en la vida pensamos que el tiempo pasó y no nos dejó nada; esperamos conseguir algo con lo que a veces soñamos, queremos que a una hora y en un día específicos, obtener lo que durante el año deseamos; pensamos que nos merecemos algo que no siempre tiene el valor de otras cosas.
No era consuelo lo que el padre quería transmitir sino una lección de vida por la cual su cachorro entendiera que más allá de una recompensa que no llega a pesar de nuestro esfuerzo, lo que valió la pena fue el esfuerzo mismo. No siempre hay premio, le dijo. Lo valioso fue haber intentado algo y haber compartido la experiencia con alguien a quien queremos y que nos motiva, y que nos guía y que se alegra con nuestros triunfos y que está con nosotros cuando perdemos y mejor, cuando postergamos el beneficio para más adelante.
El cachorro entendió. Supo que en esa noche que para los hombres se llama Navidad, para ellos fue contar el uno con el otro en tiempos de crisis, que otras noches más positivas vendrán y que los premios son quienes están con nosotros en persona o en espíritu. «
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