– Por Creer en ti… y en mí
Hace dos años, tuve la oportunidad de viajar durante las vacaciones a la Amazonía. No soy una persona muy aventurera y eso de dormir en el piso, caminar por muchas horas dentro del bosque y cocinar con leña húmeda no me atrae demasiado, pero en la vida hay que probar de todo y eso hice.
En una de las caminatas por la selva, íbamos un grupo de extranjeros acompañados por el guía de turismo local. Iban varios muchachos de los que a simple vista podíamos decir que eran biólogos por el estereotipo que tenemos de ellos por su aspecto. También participaban dos parejas de más de cuarenta años pero que se notaba tenían la condición física para caminar muchos kilómetros con una mochila cargada a la espalda y muy a pesar de eso, disfrutar la tortura… quiero decir el paseo.
Recuerdo que un poco en broma y un poco en serio, los miembros del grupo comenzaron a visualizar un escenario probable aunque no deseable de ese paseo. Hablaban de los peligros que encierra la selva: un jaguar hambriento siguiendo nuestros pasos, una pantera dispuesta a defender su territorio, una tropa de pecaríes de frente en el mismo sendero que seguíamos, serpientes de todo tamaño y color, etc. En la selva todo es posible y hay muy pocas opciones para defenderse ya que el terreno es desconocido y la poca experiencia de los turistas en este tipo de encuentros son la mayor desventaja.
A cada paso que daba, imaginaba que detrás de los arbustos podía estar escondido un jaguar. Más adelante y cuando la selva se hacía más oscura, un mal olor me hacía pensar en la proximidad de una tropa de pecaríes. Al descansar, me fijaba bien si alrededor había una madriguera de una gran serpiente y me imaginaba a la más gorda y a la más venenosa.
Las amenazas estaban por todo lado; sin embargo, no todos experimentaban la misma angustia que sentía yo y me repetía cien veces si había sido una buena decisión estar allí y no en un parque de diversiones donde los animales son de fibra de vidrio y donde si ya no quiero meterme en una de sus atracciones, me acomodo en un restaurante o en una cafetería a tomar un helado de varios sabores, beber una cerveza fría o probar una hamburguesa de tres pisos.
El caso cierto es que estaba en medio de la selva amazónica con la cabeza llena de terribles ataques de animales feroces.
Cuando estábamos por cruzar un riachuelo, pensé que la piedra que iba a pisar muy cerca de la orilla era lo suficientemente plana, grande y seca pero me equivoqué porque inmediatamente puse el pie sobre ella, se movió pero además estaba muy resbalosa por eso mi caída sin ningún apoyo a la vista era inminente. Mientras caía en cámara lenta, mi visión periférica me mostró un arbusto que estaba en la orilla, por eso, mis manos de manera instintiva se sujetaron de él para no caer o si caía para que no fuera con mucho impacto. Lo que ni mi vista periférica ni mi “amplia” experiencia en la selva me pudieron advertir, es que se trataba de un arbusto espinoso.
No solamente caí al agua sino que además mis manos sangraban por la cantidad de espinos que tenía clavados. El guía vino en mi auxilio y con delicadeza extrajo casi todos los espinos. Uno de ellos estaba quebrado dentro de la piel y era mejor llegar a hacer campamento y con una pinza o una aguja quitar el resto de espino que comenzaba a hacerme doler y mucho, la mano.
Casi al caer la noche la operación “cirugía en la selva” comenzó y con mucho esfuerzo para que no me doliera, el guía logró quitar la espina pero me advirtió de algo que no quería oír. Me dijo que por algún motivo que no recuerdo, es muy típico que ese tipo de espino cause infección. Pese a los cuidados que desde ese mismo día le di a tan pequeña herida, la predicción del guía se cumplió pocos días después.
De regreso a casa lo primero que hice fue sacar cita con mi dermatólogo quien se sorprendió del daño causado por un espino amazónico y el tratamiento con antibióticos comenzó junto con antiinflamatorios porque mi mano no era la misma de siempre: su color, la inflamación y el dolor que aún sentía, revelaban que me había hecho mucho daño.
Pasaron muchas semanas para finalmente curar la herida y dejar como rastro una cicatriz que me hará recordar la selva amazónica por siempre.
Ahora bien, toda esta dramática experiencia me enseño además una lección de vida. Detrás de todo lo que nos pasa debe haber siempre algo más y en mi caso me hizo abrir los ojos ante una realidad que no es propia de selvas, bosques distantes, ni territorios en un continente que alguna vez estaba perdido.
Muchas veces nuestros temores más grandes nos muestran grandes males, grandes peligros, grandes enemigos y no somos conscientes que hay cosas tan pequeñas como un espino que nos pueden lastimar mucho.
¿Acaso una palabra dicha con desprecio no nos ha lastimado? ¿Acaso un mal modo de nuestra pareja, nuestro padre o nuestra madre no nos ha hecho sentir el impacto de una bofetada? ¿Acaso una injusticia delante de nuestros ojos no nos ha dejado sin aliento ni palabra?
Hay cosas que en apariencia son insignificantes pero que dañan mucho y quiero expresar que no son peligros externos a los que nos enfrentamos porque nosotros también somos el peligro para otros cuando no medimos nuestras palabras, nuestros gestos y hasta nuestras decisiones.
Al final no solamente un gran monstruo, una fiera de la selva o un cruel atacante nos puede lastimar pero tanto cuenta que sea un peligro externo como nosotros mismos como monstruos, fieras o atacantes de nuestro prójimo.
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